"los que hayan enseñado a muchos la justicia
brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos."
Dn 12, 3
Cuando uno va creciendo, poco a poco, las cosas cambian. Quizás las amistades, los intereses personales… ¡Incluso el patio al que uno va para un recreo! Pero rodeado de un ambiente familiar había algo que no cambiaba. Un nombre. Sí, un nombre (o un apellido, que es más conocido): Calasanz. Cuando se iba acercando el mes de agosto, los alumnos comenzábamos a agitarnos, a ponernos inquietos. Alguno se levantaba en una clase, con cara de gran felicidad para preguntar cuándo se iba a dar tiempo para decorar el aula y prepararse para la fiesta de Calasanz. Las paredes se llenaban de colores, el hábito escolapio se veía por doquier, el rostro de nuestro Santo Padre resplandecía en cada aula del patio de honor. Una verdadera fiesta.
Así transcurrieron muchos años de mi vida como alumno. Deseando con ansias que llegue el día de San José de Calasanz. Al principio, porque me encantaba poner carteles en las venecitas, preparar los juegos… ¡Ah! Me olvidaba la manera en la que me emocionaba con la kermesse anual. Todos preparábamos actividades para nuestros compañeros más grandes o pequeños… Pero, así como las amistades y los intereses cambian al crecer, algo más cambió en mí.
Comencé a gozar de algunos detalles que cautivaban mi alma. Entre alegría y festejos, en mi último año del secundario, mientras hacíamos la tradicional procesión con la imagen del santo por las calles, fui arrobado por el olor del incienso, la larga fila de acólitos, hermanos y sacerdotes, la cruz que lideraba, ¡y el órgano que se escuchaba ya desde el atrio de la iglesia! Todo me cautivaba, me emocionaba hasta las lágrimas, y encendía, muy despacito, un pequeño fuego que ardía en mi interior.
La cumbre de aquella celebración llegó con lo más importante, la Santa Misa.
Voy a describirla brevemente, pero no puedo contener aquí su belleza. Cuando nos ubicamos al ingresar, esperábamos ardientemente que ingrese Calasanz con la larga fila de ministros.
Los sacerdotes, uno atrás de otro, con sus bellos ornamentos, la cruz procesional, los cirios, los monaguillos, los hermanos. Todos guiados por las voces del himno de nuestro Santo Padre, cantado por el coro de la escuela. ¡Las campanas repicaban vibrantes!
Pero mi mirada se centraba en una imagen. Calasanz al frente, guiando a los religiosos escolapios.
Y una pregunta volaba por mi cabeza… ¿Qué los une de tal modo?
¿Quién los va guiando con sus huellas hasta Cristo,
que aguardaba sereno en la Cruz del altar?...
Los une el mismo que ahora me une a ellos por los votos religiosos…
¡Calasanz, oh, noble apellido de pobreza!, cirio temblante que ofrece su poema de amor. Tus hijos queremos cantar y alumbrar como los cirios al altar. ¡Gloria y honor, gloria y amor!